Una breve aproximación a la narcocriminalidad y al Proceso de Paz en Colombia

Una breve aproximación a la narcocriminalidad y al Proceso de Paz en Colombia

Santiago Álvarez y Julio César Spota

Justificación del trabajo

 

El presente informe final resulta de las actividades de investigación realizadas en el proyecto de investigación interdisciplinario “Problemáticas estratégicas y geopolíticas contemporáneas” enmarcado en el Instituto de Recuperación Argentina (RA), perteneciente a la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Buenos Aires. Los autores agradecen el apoyo concedido por las autoridades del Instituto y expresan que las opiniones y evaluaciones aquí vertidas reconocen el estado de avance de una labor en curso. Más todavía, el afán prospectivo alojado en el esfuerzo analítico impone el costo de la transitoriedad en su validez. Lo dicho queda sujeto en lo sucesivo a la verificación de los hechos venideros. Así las cosas, el trabajo aspira a suministrar una instantánea con forma de díptico. Dos imágenes distintas integradas en una única representación integral. Por tal motivo se decidió abordar al unísono la narcocriminalidad y el Proceso de Paz en Colombia. A continuación son presentados los resultados alcanzados en la labor.

 

Objetivo

 

En las vísperas de la elección presidencial colombiana conviene repasar dos aspectos nodales entrelazados en la moderna dinámica socio-político del país: el narcotráfico y el Proceso de Paz. Las alternativas comiciales ofrecen horizontes de posibilidad contrastantes aunque aunadas en la necesidad de abordar sendas problemáticas como ejes prioritarios de gestión. A propósito de lo cual, en lo sucesivo se abordará una descripción panorámica del fenómeno narco y a continuación serán repasados los lineamientos generales del proceso de Paz. En ambos casos se hará foco en sus aspectos más contemporáneos, destacando el perfil de los actores y matizando tanto las insuficiencias como los logros obtenidos hasta el momento. Corriendo el eje de la presentación desde las evaluaciones totalizadoras como “funcionó” o “falló” la lucha contra el narcotráfico y el Proceso se Paz, se consigue sopesar un escenario cargado de tensiones e inestabilidades donde los actores involucrados, de consuno enfrentados y no en pocas ocasiones asociados, con asiduidad cruzan sus agendas según lógicas situacionales cambiantes.

 

Introducción

 

Para explicar la situación actual y los últimos acontecimientos sucedidos en Colombia es necesario partir de la explicación sintética y necesariamente esquemática de la violencia política en este cercano país. Durante gran parte del siglo XX y comienzos del XXI, la república de Colombia ha sido afectada por fenómenos de violencia masiva constantes (Álvarez, Guclielmucci y Spota, 2020). El Estado no ha sido capaz de mantener el control sobre la totalidad de su territorio, siendo su poder desafiado por la presencia de múltiples actores armados, en algunos casos, enfrentados entre sí (Valencia y Ávila, 2016, Álvarez, 2004). Las razones que buscan explicar el conflicto armado persistente en Colombia y la aparente incapacidad del Estado de monopolizar y legitimar el uso de la violencia han sido objeto de múltiples hipótesis y debates.

Esta prolongada lucha interna contiene una paradoja: un Estado con enormes dificultades para ejercer el monopolio de la violencia legítima en su territorio y que, al mismo tiempo, ha ido desarrollando en los últimos años uno de los instrumentos militares más poderosos, entrenados y mejor armados del sub continente y que cuenta con el apoyo y la asistencia de los Estados Unidos de América, a través de diferentes planes de seguridad interna como el Plan Colombia y el Plan Patriota. Del mismo modo, la policía Nacional de Colombia ha ido concentrado poder y capacidades desde comienzos de la década de los noventa. Este aumento del número de agentes y de sus capacidades operativas y de los límites de su accionar le ha dado un peso político en sí. Este crecimiento supuso paralelamente una disminución de la capacidad estatal de controlar y evaluar sus acciones y procedimientos.

La praxis de los instrumentos represivos y militares colombianos pone en discusión actual el tipo de vinculación teórica pretendida y la clase relación en efecto trabada entre las esferas de Defensa, Seguridad e Inteligencia (Tello y Spota 2015, Spota 2018, 2022) frente a un desafío estratégico globalizado como la narcocriminalidad (Spota 2015, 2021). Huelga decir que careciendo del concurso de los instrumentos públicos de coerción cualquier estrategia resultaría declamativa y se presentaría como mera fachada sin asomo alguno de eficacia. Pero los resultados obtenidos por la simultánea militarización de la Seguridad y la securitización de la Defensa invitan a reflexionar en torno a los resultados esperables del empleo indefinido de los militares en el fuero doméstico, acompañada por una suerte de autonomización policial (Spota 2014).

Asimismo, y como veremos con posterioridad, el mundo del crimen organizado convive con formaciones ilegales para-estatales y con grupos otrora terroristas (ahora narco-terroristas) con los cuales compite y colabora según lo indique el juego de intereses reales desplegado entre organizaciones delictivas. La reconversión parcial o total de las organizaciones originariamente terroristas en carteles narco replica el proceso idéntico pero inverso: la creciente participación de las organizaciones narco en las redes internacionales de terrorismo. Sobre todo en calidad de financiadoras. En el marco de la globalización las redes ilícitas multiplicaron los nodos de intercambio entre grupos clandestinos con lógica eficientista. Y no resulta infrecuente el empalme narco y terrorista sino que la aparición de entendimientos internacionales e intercontinentales celebrados entre agrupaciones por completo disímiles marca el signo de los tiempos (Spota 2017, 2017b).

La fluidez de las alianzas cruza incluso las barreras erigidas por las normas cuando los actores estatales se avienen a cooperar con los ilegales. Ya sea dentro de acuerdos programáticos o entendimientos coyunturales, las agendas en principio irreconciliables pueden tender puentes entre sí conforme lo indiquen las lógicas de maximización del beneficio económico. Lo cual no equipara a las fuerzas armadas colombianas con un cartel de drogas ni a la policía nacional con las FARC. Sino que advierte ante el la existencia de tramas de colusión público-privadas alimentadas por los caudales narco. Algo a todas luces obvio a nivel internacional en virtud de que la sola presencia de la droga en las calle insume algún grado de connivencia policial. Pero potenciado hasta niveles de desgobierno en los ámbitos de producción de estupefacientes con escala estatal.

Por de lo dicho, la aproximación intelectual auspiciada hacia el proceso de paz en Colombia presume la adopción de una serie de cautelas conceptuales. Sin abandonar el abrazo de la legalidad como dispositivo clasificatorio institucional primordial, urge desmarcar el análisis de concepciones categóricas taxativas a favor de un enfoque que privilegie las ambigüedades registradas en el terreno. Flexibilizar las concepciones no desmerece el contenido conceptual originario sino que jerarquiza lo empírico por encima de lo teórico a favor de un estudio centrado en los hechos antes que en abstracciones. En consecuencia, y reiterando que el sometimiento institucional a la ley reporta el dispositivo clave para apreciar el desempeño de una organización u otra, el criterio no goza de suficiencia absoluta. Antes bien, la premisa demanda su adecuación situacional a la luz del tenor de los hechos verificados en la experiencia.

 

¿Quién y contra quién?

 

En el conflicto colombiano se han enfrentado y enfrentan diversos actores. Por un lado, unas guerrillas como las FARC-EP que han operado permanentemente desde los años sesenta hasta nuestros días, a las que se le han sumado otros grupos guerrilleros como el Ejército de Liberación Nacional (ELN). Estos grupos guerrilleros controlan o han controlado total o parcialmente áreas del territorio colombiano. Asimismo, es importante tener en cuenta el fenómeno paramilitar con sus articulaciones con el narcotráfico y con relaciones porosas con funcionarios del Estado, en particular de las fuerzas de defensa y seguridad, tanto a nivel local como nacional.

El desplazamiento forzado de poblaciones campesinas produjo según ACNUR más de 7.7 millones de personas que han debido abandonar sus hogares y tierras de labranza (Rolón Salazar, 2018). En este proceso, en el que han tenido que ver tanto las guerrillas como los paramilitares, el desplazamiento es seguido por una “dinámica de apropiación y despojo territorial” (Gómez Isa, 2010, p. 173; ver también Tovar Guerra, 2013, p. 391, Churruca y Meertens, 2010). En palabras de Gómez Isa, este fenómeno es definido como “una auténtica contrarreforma agraria” (Ibídem). En algunos casos nos encontramos con “el despojo violento de los actores armados con la simultánea apropiación de tierras”; en otros casos con compras masivas por parte de empresarios, de fuera del área, de tierras abandonadas por un desplazamiento anterior (Machado Cartagena y Meertens, 2014, pág. 33). Tengamos en cuenta que aproximadamente, “el 86% de las personas desplazadas forzosamente en Colombia han sido expulsadas de zonas rurales” (Centro Nacional de Memoria Histórica, 2015, pág. 30).

El hecho que Colombia se sitúe en un área estratégicamente sensible dado su acceso bioceánico, Pacífico-Caribe, su cercanía con el canal de Panamá y sus fronteras con varios países del norte de América del Sur, nos advierten sobre la importancia que los acontecimientos colombianos tienen para toda la región. Más todavía, la desterritorialización de las relaciones económico-financieras (Tello 2012, 2017, 2020) encuadra la lógica de la comercialización global de estupefacientes. Así, la producción de cocaína colombiana que parte de los puertos atlánticos es fletada a África occidental, transportada por tierra a través del Sahel y el Sáhara hacia el norte (Agozino 2013, 2014), nuevamente embarcada en el occidente del Magreb, descargada en la costa sur de España, Francia e Italia, por segunda vez trasladada por tierra en dirección a latitudes septentrionales para terminar siendo menudeada en las capitales de Europa del Norte (Londres, Estocolmo, Copenhague, Berlín, etc.).

El itinerario infringe jurisdicciones y legalidades con la misma lógica transnacional que articula las cadenas de suministro planetarias: el encadenamiento entre partícipes del entramado circunscribe la responsabilidad de cada uno a un tramo del mismo. Organizado en una logística descentrada, el trasiego delictivo va dejando a su paso una estela no sólo de violencia efectiva sino de corrupción larvada en virtud de la forma de liquidar los servicios consecutivos. El pago a quien manipula la droga suele concretarse en droga. El efectivo corre por un canal distinto al final de la estructura delictiva. La liquidez aparece en las transacciones minoristas realizadas en la vía pública. Es allí donde la maquinaria delictiva aspira el grueso del dinero que recauda.

Pero el sostén de los canales logísticos transnacionales que alimentan con droga a las terminales locales de narcomenudeo se costea con porciones de la droga que fluye a su través. Hecho que explica la geografía mafiosa de los diferentes países en general y arroja luz especialmente sobre las aglomeraciones urbanas con salida portuaria como Rosario. El pago en sustancias obliga a los actores locales a reproducir in situ la totalidad de la estructura mayor de la que hasta ese momento sólo eran una parte. Cuando un eslabón recrea a escala reducida la cadena de extensión superior, instala a nivel micro un problema hasta entonces emplazado en el rango de lo macro. Y lo que en apariencia semejaría un involucramiento aséptico en un movimiento que idealmente sólo perjudica a productores y consumidores, en rigor deviene en implantación de una modalidad narcocriminal local imbricada en una red transnacional.

Por tal motivo estudiar el Proceso de Paz colombiano significa mucho más que estudiar un asunto crítico de estricto volumen nacional. En la cuestión aparecen problemáticas que afectan en diversa medida a todos los países de América Latina, toda la porción nor-occidental de África contenida entre Nigeria y Chad al sur, Libia al este, el Mediterraneo al norte y el Atlántico al oeste y Europa Occidental en su conjunto. Pero también desde Colombia la droga se proyecta hacia el norte en dirección a EE.UU. Situación donde destaca el deterioro generalizado de México en materia de seguridad. Hecho asociado de forma directa con su posición de umbral territorial para el ingreso de drogas al mayor mercado mundial de drogas. Y secundado en el ranking por Brasil que, por venir a la zaga, experimenta una serie de trastornos intestinos de importancia estratégico-nacional.

Por tales motivos en un estudio sobre el Proceso de Paz destacamos con tanto énfasis el problema planteado por narcotráfico y sus efectos socio-políticos disolventes. Sumado a todo lo dicho, y entre otros aspectos que por mor de economía de espacio quedan fuera de la presentación, la transnacionalización del tráfico de drogas resalta la creciente porosidad de nuestras fronteras como elemento indispensable en la consolidación de las rutas internacionales de ese comercio ilegal. La permeabilidad inter-jurisdiccional señala el empobrecimiento de la estatalidad en contra de los intereses sociales que administra. Drama internacional con influencia creciente sobre el poder gubernamental y, tal como se puede ver en el caso de México, pero también, en menor medida en Brasil y en Argentina, impacta en lo cotidiano por su penetración en las fuerzas policiales, el poder político local y la justicia.

Además, como fuera comentado, el narcotráfico ha tenido y tiene en Latinoamérica influencia sobre formaciones armadas no estatales (guerrillas y bacrims1) y para-estatales (los paramilitares). La apropiación de segmentos del mercado de estupefacientes por parte de agrupaciones de narrativa revolucionaria desnuda realidades narco-criminales enmascaradas con cosmética comunista. La recíproca preocupa por igual. Los desprendimientos policiales, militares e incluso civiles pertrechados con armas de fuego oportunamente reconvertidos en escuadrones de la muerte, terminaron recalando en el mismo amarradero narco que las FARC y el M19. El circuito de la ilegalidad postula sus propias animadversiones ideológicas internas pero no discrimina en su implicación con la cocaína. El interés convergente sobre el control del mercado de drogas suele tramitarse de manera sangrienta en un enfrentamiento de suma cero entre los contendientes. Pero asimismo habilita la celebración de acuerdos entre bandas –tal el origen de los carteles- que en sus orígenes nacieron para exterminar a quienes ahora pueden ser sus socios en iniciativas conjuntas.

El lenguaje de prosapia economicista autoriza a la postulación de un ángulo de pensamiento sistemático: el de la administración. Toda vez que el accionar de las bandas criminales migraron progresivamente a lógicas empresariales, la reflexión entorno a ellas no puede sino apuntalarse desde la sintonía del mercado. Lejos quedaron las improvisaciones gansteriles de iniciativas consumadas en robos de bancos, extorsiones ocasionales, o secuestros esporádicos.

También pierden toda validez los estetizados imaginarios de sofisticación hollywodense labrados en la tradición de películas como El Padrino, donde “caballeros canallas” siempre preocupados por sus familias infringían todas las leyes existentes en cumplimiento de un código de conducta ilegal en su validez pero férreo en su acatamiento. La fantasiosa elegancia cinematográfica en el quehacer criminal corría pareja con la unificación de roles en la trama. El asesor jurídico en ocasiones fungía de “músculo criminal”, el pistolero aconsejaba sobre política, el bróker financiero planificaba atracos y el político transportaba caudales. Nada de esto se corresponde con la verdadera operatoria narco.

En la práctica las organizaciones narcocriminales espejan a las grandes empresas modernas donde rige una estricta segregación de misiones y funciones basada en la hiperespecialización de las competencias respectivas. En la actualidad, y en la expresión caben los últimos treinta años, los papeles intepretados por los miembros obedecen a principios sistémicos de organización empresarial. La diferenciación del cargo empalma con la complementación del mismo en una configuración mayor y superior a la suma de sus miembros. Es en las relaciones que ordenan a los componentes donde emerge el sistema en sí mismo. Con lo cual, la expectativa de la conducción combina precisión en el desempeño y cooperación interdepartamental impuesta desde arriba hacia abajo. El mandato de colaborar desciende con la doble fuerza del beneficio prometido al empleado oficioso y la amenaza cernida contra el trabajador ocioso. Ni qué decir sobre el castigo que aguarda al díscolo…

Pero la cooperación por sí misma no consigue describir la praxis mafiosa. Antes bien, sienta sólo uno de sus principios organizacionales. El otro es la especialización extrema. Las organizaciones narcocriminales contratan los mejores graduados en abogacía de los más prestigiosos centros de formación internacional. Lo mismo con sus contadores, asesores financieros, servicios médicos e incluso en temas de márketing personal y empresarial. Lo propio vale para el empleo de la fuerza. Si bien los “chicos soldados” reclutados por los carteles para proteger la producción y distribución de la mercancía escandalizan por lo abominable del fenómeno, su masificación guarda relación con lo precario de su desempeño esperado y lo módico de los emolumentos prometidos. Los niños armados son utilizados en tareas que requieren masa humana y nula preparación sobre la base de su fácil sustitución. La pobreza genera más mano de obra barata que la que los narcos vayan jamás a necesitar. Pero la explotación de la necesidad cubre un requerimiento organizacional genérico: fuerza de choque urbana no justiciable con capacidad disuasoria creíble.

Empero, el control de los pasillos de un asentamiento precario, sea una villa miseria en argentina, una favela en Río de Janeiro o una comuna colombiana, equivale en términos empresariales a las condiciones de empleo vigentes en las enormes factorías emplazadas en los países de legislación laboral endeble donde las centrales de las multinacionales tercerizan la producción en masa de bienes y servicios. Sea una fábrica en Indonesia sin ninguna clase de amparo legal para los trabajadores, granjas de bitcoins en la Patagonia con energía subsidiada por el estado o callcenters ubicados en Nueva Delhi para ofrecer soporte técnico a hispanoamérica, la tramitación a escala de temáticas signadas por la reiteración también se halla presente en los entremados narcocriminales. ¿Dónde? Tanto en el uso de mano de obra en condiciones lindantes con la esclavitud en los campamentos rurales y selváticos de producción primaria, o completa, y en los laboratorios urbanos de destilado secundario, como en la explotación de menores de edad en tareas de vigilancia y violencia. Tareas cruentas que en el marco de la operación comercial general, constituyen un entegrama puntual y absolutamente subordinado, aunque socioculturalmente más significativo-, dentro de un organigrama plagado de secciones legales, contables, financieras, publicitarias, gerenciales y de lobby.

La consolidación al profesionalismo comprende en su égida incluso a la diseminación del dolor. La espectacularidad en los suplicios (sensu Foucault) apreciable en las grabaciones de torturas y ejecuciones difundidas sobre todo en las redes atiende a una necesidad de cuño marketinero antes que a la exteriorización de un sadismo exacerbado. La transmisión explícita de la crueldad llevada a su punto más álgido apunta a producir un estado de aprensión entre los competidores y sobre todo a disciplinar a la propia tropa y personal. La reproducción multimedial potencia hasta el más alto nivel publicitario la tirria extrema registrada en las filmaciones de apariencia espontánea pero diseño premeditado. El impacto comunicacional de semejante contenidos fue tal que influyó a medio mundo de distancia.

Los afamados videos de los grupos jihadistas decapitando “herejes”, arrojando homosexuales de edificios altos, incineración de prisioneros, lapidación de adúlteras y todo el repertorio de espantos al que nos acostumbró el extremismo de Al-Qaeda e ISIS, consistió en la adaptación religiosa de una acostumbrada habitualidad prosaica. Fueron los grupos narcocriminales latinoamericanos quienes fundaron como estrategia de posionamiento mediático la sangrienta tradición de visibilizar sin tapujos los inhumanos castigos impuestos a los tipificados como enemigos y los aún más terribles impartidos a los considerados cual traidores o “soplones”. Logro de impacto ecuménico si ha de medirse en cantidad de reproducciones en internet o palabras redactadas al respecto en medios periodísticos masivos. Y lo que en sus inicios respondió a la intuición propagandística de algunos pioneros en la difusión del alcance vengativo del revanchismo delictual, poco tardó en transformarse en producciones dirigidas por profesionales en la materia. Lo cual renueva la importancia integral de la profesionalización del accionar ilegal de los actores narco.

Ahora bien, aún –o sobre todo- es en el compartimento del uso de la violencia por parte de las organizaciones narcocriminales donde rigen la mentada segregación y complementación de misiones y funciones (Spota 2018b, 2022b). No en detrimento de la poco profesional acción armada de “soldaditos”, sino marcando la diferencia que existe entre la carne de cañón en las trincheras (que cuentan con una función específica dentro del esquema global del cartel pero una praxis genérica en su actuación) y las fuerzas de élite que llevan a cabo operaciones comando. Por tal motivo, y citando uno de los ejemplos más emblemáticos donde se funde profesionalización de la violencia y transnacionalización del delito, cabe mencionar que el cartel mexicano de los Zetas contrata con asiduidad a ex miembros de las fuerzas de operaciones especiales guatemaltecas –conocidos como Kaibiles- para suministrar seguridad a los miembros más relevantes, entrenar a los efectivos locales, amedrentar a la competencia y eventualmente eliminarla.

Al propio tiempo el Cartel Jalisco Nueva Generación, un grupo armado que en sus inicios se hacía llamar “Los Mata Zetas” dada su vocación por exterminar a sus rivales confesos, recurre a similares costumbres de contratar miltares retirados. Y de hecho, los Zetas son un grupo de militares retirados reconvertidos en brazo armado del Cartel del Golfo desde antes de su efectivo licenciamiento de la órbita castrense. Empero la condición asalariada marcó únicamente una etapa en su andadura por el sicariato. A poco andar se independizaron de sus empleadores para convertirse en narcotraficantes autónomos integrada por policías y militares mexicanos retirados del servicio activo junto a ex kaibiles.

Hablar de narcotráfico mexicano es igualmente referir al colombiano visto y considerando la creciente interrelación entre ambos traducida en principios de asimetría a favor de aquellos. La presión que los primeros están ejerciendo sobre los segundos patentiza los inicios de una relación de subordinación. En la actualidad los grupos mexicanos no sólo se asocian con sus homólogos colombianos sino que envían comisionados a monitoriear el flujo de estupefacientes y experimentan con plantaciones en suelo azteca. El origen de la predominancia puede rastrearse hasta la muerte de Pablo Escobar en 1993. Luego de la desaparición del carismático líder narco al frente del Cartel de Medellín con la consecuente merma de poder para la organización descabezada, su homólogo de Cali tomó la posta en el negocio y dispuso una delegación a favor del Cartel de Guadalajara. Disposición luego acatada por el Cartel colombiano conocido como “del Norte del Valle”.

El designio acudía a resolver el problema estratégico de la visibilidad alcanzada por el capo criminal recientemente caído. En aras de mantener el bajo perfil como mecanismo de resguardo urgía revertir la sobreexposición mediática que habían ganado las organizaciones colombianas merced a la vocación de extroversión y ansias de notabilidad mostrada por Escobar a lo largo de los años. Como último recurso los jerarcas de Cali eligieron delegar en sus pares mexicanos la tarea de introducir la droga en EE.UU. La idea consistía en resignar ganancias para disminuir el riesgo acrisolado por la globalización de la imagen de Escobar, reorientar el apoyo norteamericano hacia otras latitudes y medrar menos pero sin la necesidad de correr peligros de aprehensión o ultimación inaceptables (Rossi 2014).

De forma concomitante, los emprendedores delictivos mexicanos pasaron a usufructuar del elemento más beneficioso del sistema de circulación de drogas al costo de asumir riesgos enormes. No sólo por la esperable multiplicación de los esfuerzos norteamericanos ante el crecimiento de un peligro territorialmente adyacente. Algo luego sustanciado durante la administración Bush (hijo) con la Iniciativa Mérida. Las peores amenazas emergen de los propios competidores. La expectativa de enriquecimiento a niveles inenarrables desató una espiral de violencia imparable entre el cúmulo de aspirantes a la condición de “capo narco mexicano”. El horizonte de coronar en poco tiempo la cima de la opulencia extrema explica en gran medida las cuotas de bestialidad a las que ha llegado el despliegue de violencia entre los distintos grupos delictivos. En otras palabras, México representa la reedición potenciada de los cruentos procesos colombianos de construcción y mantenimiento de poder criminal. Pero los parecidos no deben inducir a minimizar las diferencias.

En Colombia se registra un fenómeno casi desconocido para la opinión internacional pero cuya importancia y peligrosidad no cesa de aumentar. Los grupos narcocriminales colombianos han incursionado desde antaño en el negocio de la minería ilegal de metales y piedras preciosas. Tanto es así que al día de la fecha los ingresos por esta actividad superan incluso las entradas producidas por los estupefacientes (OEA 2022). Pero la extracción ilícita se suma al paquete de negocios criminales y de ninguna manera sustituye los anteriores. Antes bien, la adición incrementa la complejidad de las operaciones al combinarse con las precedentes en esquemas de convergencia tanto en la forma de generadora de recursos como de opción para el lavado de activos de todo origen. La minería ilegal recrea en su entramado lo comentado hasta aquí acerca de los estupefacientes. Rige su accionar conforme pautas sistémicas de segregación y articulación de funciones, cuenta con una masa de trabajadores sometidos a condiciones infrahumanas para las tareas mas bastas supervisados por especialistas con formación universitaria en minería y forma parte de una consorcio delictivo de orden más amplio.

Un punto a destacar señala la gestión ejercida sobre los grupos delictuales locales por parte de los actores más pesantes en el concierto narco. De consuno las organizaciones preponderantes absorben a las manifestaciones de poco alcance dentro de un esquema de tercerización, donde les permiten su pervivencia y el mantenimiento de un alto grado de autonomía a cambio del pago de un cánon y de su obediencia. Esta suerte de adquisición no conlleva incorporación formal sino el ingreso de las expresiones criminales de poca monta bajo la tutela de los grandes carteles, GAOs etc. Para mayores complicaciones analíticas, el descabezamiento sufrido por Clan del Golfo con la captura de su líder Darío António Úzuga en octubre de 20221 precedió un llamado a la paralización del país por parte de las Autodefensas Gaitanistas de Colombia (otra denominación del Clan del Golfo). El grupo se aprestó y consiguió inmovilizar durante cuatro días varios pueblos y carreteras bajo la amenaza armada de una suerte de toque de queda mafioso en plena campaña presidencial de cara a las elecciones programadas para el 29 de mayo de 2022. La razón de su apabullante poder de veto sobre la vida social de un sinnúmero de comunidades reside en un elemento todavía más preocupante: la demostrada capacidad para sustituir al estado nacional en sus funciones naturales.

“Las AGC regulan la vida pública y privada de las comunidades que viven en las zonas bajo su control y suplantan a la justicia. Han mostrado que tienen la capacidad de imponer reglas de juego a partir del uso de las armas, estableciendo normas de conducta, castigando a quienes las trasgreden (consumidores de droga, personas involucradas en riñas o acusados de violencia intrafamiliar), dirimiendo conflictos (por dinero o por interés del grupo), influenciando elecciones regionales, controlando actividades económicas, dirigiendo obras comunitarias y ofreciendo servicios de seguridad. En varias regiones se afirma que las agresiones contra líderes sociales son producto del rechazo a la regulación impuesta por las AGC” (Mantilla, Cajiao y Tobo 2021: 13-14).

El fárrago de diversificación de negocios, sofisticación en los planteles directivos intermedios y reemplazo de lo público por lo delictual común a todas las bandas, carteles y autodefensas desenlaza en un escenario de contornos difusos. Sometidas a permanentes cambios adaptativos a fin de tramitar las presiones gestadas desde el propio entorno criminal y la presión proveniente de la órbita gubernamental, las organizaciones ilegales transcurren sus días ingeniando nuevas formas de recaudación, configurando esquemas inesperados de lavado de activos, incursionando de manera creciente en el mercado legal, influyendo en la política a través de la subvención de determinados candidatos, suplantando de manera orgánica o cruenta sus mandos capturados o ultimados (por propios y ajenos) y fragmentándose en grupos más pequeños que en su vocación por crecer entran en subsiguiente colisión con sus hasta entonces aliados. Y nótese que por apremios de síntesis no fueron siquiera comentados los densos nexos entablados por los carteles colombianos y mexicanos con la mafia rusa, la Ndrangheta calabresa, las tríadas chinas, la yakuza japonesa y las maras salvadoreñas (Quirós 2020).

Todo este coctel multiforme de actores estatales, paraestatales y no estatales partícipe en igual medida en el narcotráfico y el proceso de paz muestra que lo que está en juego en Colombia, como sociedad democrática que busca la paz, está también presente en los horizontes de los demás países latinoamericanos, a veces de modo actual o en ocasiones como una amenaza que potencialmente puede tener consecuencias para toda la región. ¿Cómo debe actuar un Estado democrático para resolver estos conflictos y estos problemas? Estudiar el proceso con sus contradicciones, marchas y contramarchas, nos ayudará a entender y a prevenir problemáticas que, en mayor o menor medida, ya estamos viviendo.

 

Los Acuerdos de Paz

 

Los Acuerdos de Paz de la Habana entre el gobierno colombiano y las FARC-EP produjeron, en su momento, grandes expectativas colectivas. Estos acuerdos estuvieron basados en los cinco puntos fundamentales hechos públicos por el entonces presidente Juan Manuel Santos el 12 de octubre de 2012: 1) desarrollo rural integral y restitución de tierras a los que de estas fueron despojados; 2) reforma política y participación ciudadana; 3) fin del conflicto armado teniendo en cuenta el cese al fuego, la “dejación” de armas, la reincorporación de los combatientes de las FARC a la vida civil y a la participación política; 4) solución a los problemas de las drogas ilícitas y sustitución de los cultivos; 5) derechos de las víctimas a verdad, justicia y reparación.

Contrariamente a lo esperado, en octubre de 2016, el referéndum nacional que buscaba consultar con la población la validez de los acuerdos de paz resultó adverso. La mayor parte de la ciudadanía rechazó los acuerdos y el Gobierno encabezado por el presidente Juan Manuel Santos tuvo que renegociarlo considerando las objeciones expresadas en las urnas. En particular, el rechazo expresaba hostilidad ante la impunidad otorgada a la cúpula de las FARC y la posibilidad de que ocupasen plazas de Senadores no electos directamente como parte de las negociaciones. A pesar de estos contratiempos, todavía a principios de 2016 el panorama del Proceso de Paz se mostraba promisorio. Muchos consideraban que una serie de pasos llevarían, casi inevitablemente, al posconflicto: la concentración de las FARC en diversos lugares del país y el inicio del cese de las hostilidades; la conversión de los acuerdos en leyes y decretos por parte del presidente Santos y de la Comisión Especial Legislativa; la entrega de las armas por parte de las FARC.

Podemos decir, luego de algunos años de implementación de los acuerdos que algunos de los pasos estipulados en este se realizaron otros, por el contrario, se pospusieron produciendo pesimismo y desencanto sobre el resultado final del proceso. A pesar de esto, no debemos desestimar la existencia de elementos positivos, no siempre suficientemente bien ponderados dada la crisis en que se encuentra el pos acuerdo. Por ejemplo, en un inicio se pudo constatar una situación de mejora y reducción de la conflictividad violenta a nivel nacional: hasta 2018. Además, una amplia mayoría de los ex miembros de las FARC no han vuelto a tomar las armas.

En relación con la decisión de la mayoría de los miembros de las FARC de no volver a tomar las armas podemos afirmar, sin embargo, que se está produciendo, de un modo lento pero constante un ingreso de ex combatientes hacia otras guerrillas, hacia las disidencias de las FARC e incluso hacia el paramilitarismo. Si bien, en este aspecto aún podemos ser medianamente optimistas. Con respecto a la disminución de la violencia después de los Acuerdos de Paz, un informe de la Fundación Paz y Reconciliación presentado en junio de 2018 nos muestra, entre otros datos, que la tasa de homicidios cada 100.000 habitantes se redujo de 34 a 24 casos. También indica que en ese año los desplazamientos afectaron a 75.000 personas mientras en 2012 afectaron a 272.000. Los secuestros, dice el informe, se encuentran en su nivel más bajo de las últimas tres décadas: 180 casos en 2017 frente a 3000 en los noventa. Los afectados por minas antipersonal fueron 56 en 2017, frente a los más de 1200 casos en 2006.

Al mismo tiempo, es evidente que el Gobierno colombiano ha desplegado recursos propios y especialmente de Organismos Internacionales en las ex zonas de conflicto tratando de resolver problemas de infraestructura básica que representan una “deuda social” con los pobladores de dichas áreas. El programa de Desarrollo con enfoque Territorial ha llevado recursos a 113 zonas de conflicto que representan aproximadamente la tercera parte del territorio colombiano y el 15 por ciento de su población total2 En los territorios anteriormente ocupados por las FARC se logró el cumplimiento pleno del cronograma establecido.

De allí que se pueda decir que uno de los mayores avances y éxitos de la construcción de la paz territorial en Colombia ha sido el programa de desarme y desmovilización, calificado como alto en su cumplimiento por relevantes organismos internacionales. No se ha desarrollado con la misma celeridad la reincorporación económica, política y social de los ex combatientes. En la reincorporación política se debe resaltar primero la creación por parte de las FARC del Partido Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común como consecuencia de las reformas legales para la tan resistida representación política de las FARC en el Congreso y la participación de tres voceros en la Cámara de Representantes y el Senado para las discusiones de los proyectos legislativos correspondientes al Acuerdo de Paz.

En cuanto a la reincorporación social, se pueden apreciar muy lentos avances institucionales como la creación del Consejo Nacional de Reincorporación (CNR), la aplicación del censo socioeconómico realizado por la Universidad Nacional de Colombia, el inicio de procesos de alfabetización, capacitación y bancarización de excombatientes, y la formulación del programa de reincorporación y restitución de derechos de menores que hayan salido de las filas de las FARC. Las expectativas negativas al proceso que supusieron el triunfo electoral de Iván Duque, apoyado por el ex presidente Álvaro Uribe, este último claramente contrario a la paz, preveían una renegociación o una re-evaluación radical de los acuerdos. Sin embargo. a su llegada al poder el nuevo Gobierno decidió, al menos en principio y a regañadientes, continuar con el proceso de paz.

La situación política dio un vuelco en 2019 y presentaba entonces una nueva realidad: una serie de movilizaciones populares opuestas a las políticas económicas y sociales implementadas por el Gobierno del presidente Iván Duque que, entre otras demandas, buscaban reencauzar el proceso de paz y fortalecer la implementación del Acuerdo firmado en 2016. Estas movilizaciones continuaron durante el comienzo de 2020 por parte de los trabajadores de la salud, trabajadores informales y migrantes, pero fueron temporalmente abortadas una vez que la pandemia de COVID-19 se expandió por el mundo. Los resultados de las políticas preventivas y el desarrollo de este virus y la enfermedad en el país significaron un test en el que el Gobierno, hasta el momento, sale debilitado. Asimismo, los líderes sociales y ex combatientes amenazados se encuentran en una situación de mayor vulnerabilidad en este contexto, en tanto la restricción de movilidad favorece su localización. Los esfuerzos del Gobierno para garantizar la atención en salud y alimentos y los apoyos económicos a los excombatientes se enfrentan a nuevos desafíos logísticos y operativos, con una disminución de recursos y redefinición de las prioridades. Podemos afirmar que el coronavirus afectó la paz y las dinámicas del conflicto.

Durante el desarrollo de la cuarentena aumentaron las masacres en las zonas de Colombia controladas por los paramilitares. Asimismo, aumentaron significativamente los asesinatos selectivos de líderes sociales. El gobierno argumentó que si bien hubo un aumento de casos se sigue estando en una situación sustancialmente mejor que antes de los acuerdos. Al mismo tiempo, salió a condenar cada uno de estas masacres aunque la confianza en la capacidad de ejercer su autoridad en esas áreas se vio claramente comprometida. Concomitantemente, la justicia tomó algunas decisiones que mostraron la connivencia del uribismo y del ex presidente Uribe con el paramilitarismo y el narcotráfico. Tuvo alto impacto la noticia de que Álvaro Uribe haya quedado bajo prisión domiciliaria por orden de la Corte Suprema y se viera obligado a renunciar a su banca de senador.

En ese contexto, a pesar de la cuarentena, comenzaron a desarrollarse marchas y manifestaciones de protesta en todo el país. Una multitudinaria marcha opositora en Bogotá se reunió para repudiar la muerte de un hombre, Javier Ordoñez al que la policía nacional aplicó varias descargas eléctricas con una pistola táser. La manifestación terminó en graves disturbios en los que murieron diez personas (en Bogotá y en la vecina Soacha), hubo alrededor de 140 heridos y se comprobaron incontables abusos de las fuerzas de seguridad, incluyendo casos denunciados de torturas y ejecuciones.

Si bien luego de los hechos Iván Duque afirmó que no se toleraría el abuso policial, su declaración estuvo lejos de conformar. Además, posteriormente, el gobierno culpó a grupos organizados relacionados con el ELN por el ataque a 20 CAS (Comandos Policiales de Acción Inmediata) y el incendio de una cantidad considerable de buses de transporte público. La alcaldesa de Bogotá, opositora, ha llamado a la ciudadanía a mantener la calma al mismo tiempo que reprendió a la policía exigiéndole “ceñirse al ejercicio legítimo de sus funciones”. Claudia López ha asegurado que Bogotá rechaza “la violencia y el abuso policial” y ha reiterado el compromiso “con la verdad, justicia, paz y reconciliación”.

 

La situación actual

 

El gobierno del presidente Iván Duque enfrentó las elecciones inter-partidistas en una situación difícil si bien el mismo desarrollo del proceso eleccionario sirvió de válvula de escape para las tensiones existentes. Se conformaron tres bloques políticos que decidieron resolver sus disputas en internas: la derecha, compuesta entre otros, por el uribismo y el partido Conservador; el centro, con un amplio y atomizado abanico de partidos y candidatos; y la izquierda, el Pacto Histórico, hegemonizado por la fuerza que soporta la candidatura de Gustavo Petro a la presidencia de la república. Las elecciones eran inter-partidos (primarias como las paso en Argentina) y al mismo tiempo se pusieron en juego senadores y diputados. El resultado de las elecciones del 13 marzo significó un triunfo para Gustavo Petro seguido por Federico Gutierrez (Fico) de Equipo Colombia (Uribismo) y, bastante más atrás, Sergio Fajardo de la coalición Centro Esperanza. Por un lado, la posibilidad de la izquierda de llegar al poder es cierta. Lo que también es un resultado tangencial del proceso de paz.

El desarme de las FARC fue el que permitió que la izquierda pueda ser vista como una opción que no pone en riesgo la continuidad democrática. Por el otro, se aprecia una disolución del Centro como efecto posterior a los comicios anticipando la disputas entre las dos fuerzas mayoritarias: la izquierda y la derecha. Si esta tendencia centrífuga se mantiene, la primera vuelta se convertirá de hecho en la segunda. Si bien, es necesario tener en cuenta que para que no haya segunda vuelta el candidato ganador tendrá que sacar más del cincuenta por ciento de los votos. Federico Gutiérrez, Fico, candidato del uribismo ha estado ya pactando con sectores del centro y ha intentado mostrarse diferente de Uribe. Dado que esos votos ya los tiene asegurados, su discurso se está corriendo hacia el centro del espectro político. Esto lo ha hecho acercarse a Petro que lidera las encuestas. Las elecciones presidenciales de primera vuelta, tendrán lugar en mayo del 2022.

El triunfo de Gustavo Petro tendría aparejado un relanzamiento del proceso de paz aunque se vislumbran dos problemas que tendrá que resolver: por un lado, las FARC van a tratar de conseguir una amplia amnistía de sus crímenes, este es uno de los principales argumentos esgrimidos durante la campaña en su contra. Por el otro, es posible que se reabra el problema para militar. En la presidencia de Uribe la mayoría de los grupos paramilitares depusieron, más que nada de modo simbólico las armas a cambio de impunidad y manteniendo un fuerte control de zonas en las que estaban presentes. Esta situación presenta una caja de pandora porque si bien es necesario el control del estado colombiano sobre estos territorios parecería inevitable la apertura de una nueva guerra en las zonas rurales afectadas. La victoria de Federico Gutiérrez supondría en principio una paralización o, al menos una ralentización del proceso de paz. De todos modos, considero que el proceso va a tener que seguir adelante porque no hay mejores alternativas para ninguna de las partes.

 

Consideraciones Finales

 

La consolidación de un lazo entre problemáticas de consuno abordadas en paralelo obliga a la evaluación conjunta de las correlaciones entabladas por los fenómenos sopesados. En nuestra opinión la narcocriminalidad y el Proceso de Paz en Colombia se imbrican casi hasta la consustanciación y a la vez se diferencian a las claras como problemáticas con identidad, lógica y despliegue diferenciado. La situación plantea una dificultad analítica a revolver antes que un escollo a eludir, toda vez que en las conexiones entre los elementos discriminados yace la clave para intentar desentrañarlos en simultáneo y de manera enriquecida. La compartimentación explicativa de lo que en los hechos ocurre de manera interactiva empobrece el anhelo comprensivo proyectado sobre una porción de la realidad. Por tal motivo el trabajo apuntó a enhebrar una mirada conjunta nutriendo la reflexión de circunstancias distinguibles aunque solapadas.

Narcocriminalidad y Proceso de Paz postulan vigas estructurales del porvenir colombiano, latinoamericano, continental e inter-continental. Las redes del crimen organizado tendidas a nivel trasnacional extienden sus sangrientos tentáculos hasta todas las geografías. Por supuesto que no se trata de un único actor global (aunque la Ndrangheta se aproxime día a día a ostentar semejante condición ecuménica). Muy por el contrario, la misma noción de red anticipa la existencia de una plétora de actores implicados en circuitos donde fluyen estupefacientes, minerales de extracción ilegal, personas, contrabando de bienes de origen lícito, y todo el vasto universo de objetos, recursos, ideas e influencias que pasa por los canales de la clandestinidad globalizada.

La importancia nacional del Proceso de Paz trepa hasta lo ecuménico al detectar el íntimo involucramiento de actores estatales, para-estatales y no estatales con repercusión extra colombiana.

Asimismo la deriva de la narcocriminalidad planetaria afecta en sentido contrario el Proceso de Paz al impactar de formas diversas en los intereses centrales de varios de sus protagonistas principales. A sabiendas de la imperiosa necesidad de manejar estudios controlados por la especialización en el conocimiento, la etapa superadora de las elaboraciones investigativas erigidas en torno a problemáticas singulares consiste en tensionarlas con otras de mismo o diferente género. Ya sea contrastándolas con aportes análogos a través de ejercicios comparativos o de retroalimentándolas con lo distinto, cuando lo que se entrecruzan son pesquisas disímiles pero aunadas por motivos justificado en que sendas cuestiones participan en una misma clase de fenómeno más amplio.

Por tales razones el abordaje dual persiguió un objetivo unitario: intentar vislumbrar el futuro colombiano a la luz del entendimiento relacional de dos de sus aspectos estratégicos más relevantes. En las vísperas de las elecciones presidenciales el conocimiento de los antecedentes de los desafíos a enrostrar por la sociedad y el estado de Colombia emplazan el punto de partida prospectivo sobre las probables evoluciones a esperar. El escenario nacional palpita a la espera de los resultados de las urnas y nadie descarta, sino que todos auguran, una segunda vuelta. En consecuencia la incertidumbre cala más hondo aún en las siempre titubeantes prognosis. Pero lo que ningún analista deja de lado en sus proposiciones sobre el porvenir es el peso político, geopolítico, económico y social de la narcocriminalidad y el Proceso de Paz. Por tales motivos su estudio no es opcional sino mandatorio. Y a causa de ello propusimos un estudio complementario de aspectos de la vida colombiana usualmente abordados por separado.

1 La denominación tipifica a las bandas criminales con una contracción de la categoría. Luego conocidas como GAO (Grupos Armados Organizados).

2 Ver entrevista al Dr. Emilio Archila, titular de la Consejería Presidencial para la Estabilización y la Consolidación, Álvarez, 2020.

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